“Mi México querido”

Euge Cabral
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Luego de una noche para el recuerdo, el nuevo día llegó para confirmarme una vez más que todo sucede a su debido tiempo, siempre y cuando colaboremos en la satisfacción de nuestros deseos. 

Siempre he tenido algo especial con la Virgen de Guadalupe, y por supuesto que todo comenzó a raíz del amor que me une a México, pero luego ese sentimiento se vio acrecentado cuando descubrí su historia, la que supo cautivarme y conmoverme de inmediato. Me hice más devota cuando mi amiga Lizbeth me regaló una medalla con su imagen, pues desde ese momento la Lupita me ha acompañado y auxiliado cada vez que se lo he pedido. Con ella me sucedió algo muy curioso, porque siento que fue la virgencita quien vino hacia mí, no sólo por el obsequio sino por pequeños signos, como cuando me mudé -a la que hoy es mi casa- y me llevé una grata sorpresa al poco tiempo, al enterarme que por fin le habían dado nombre a mi calle y ese era ‘Virgen de Guadalupe’.  

Volviendo a mi visita, muy emocionada partí junto a mis amigas Anita, Vivi, y Martha hacia la Basílica de Guadalupe. De camino pasamos por la famosa Plaza Garibaldi, lugar elegido por los mariachis para reunirse a interpretar las más bonitas rancheras.

Transitando por Calzada de Guadalupe mi corazón brincó de alegría al descubrir la Basílica (la primera, la que comenzó a construirse en 1695 y finalizó en 1709) sobre el final de la avenida. Ya no podía esperar para estacionarnos, quería salir corriendo hacia el santuario para encontrarme con la patrona de México.

Imposible describir lo que se siente al ingresar a la Basílica, pero puedo resumirlo en emoción y paz interior. Mientras caminaba contaba los segundos que me separaban para visitar el ayate (teji-

do hecho de fibras de maguey) de Juan Diego, paño donde la imagen de la Virgen quedó grabada para siempre. Recuerdo la primera vez que leí los misterios sobre la tilma de la Virgen de Guadalupe, me quedé estupefacta ante los resultados de los estudios científicos. ¡Qué maravilla! La ciencia no fue capaz de brindar una explicación lógica basándose en los saberes terrenales.

Cuando estuve frente a la tilma me quedé en el más absoluto de los silencios admirándola, pensando en que aquella imagen resume el más puro de los amores, el de nuestra madre. Recordé sus palabras para con Juan Diego… “Deseo vivamente que se me erija aquí un templo, para en él mostrar y dar todo mi amor, compasión, auxilio y defensa, pues yo soy vuestra piadosa madre; a ti, a todos vosotros juntos, los moradores de esta tierra, y a los demás amadores míos que me invoquen y en Mí confíen; oír allí sus lamentos, y remediar todas sus miserias, penas y dolores”, y aproveché para elevar una oración para que interceda por las necesidades físicas y espirituales de mis seres queridos, y por supuesto que una de mis peticiones especiales fue para mi Rey.

Subir a la Capilla del Cerrito, parroquia donde se recuerda el milagro de las flores frescas y la primera de las apariciones de Santa María de Guadalupe, fue verdaderamente movilizador. Casi 500 años han pasado de ese suceso, y su presencia se siente más fuerte que nunca.

Aunque hubiera deseado contar con más tiempo para disfrutar de aquel bendito lugar, partí rumbo a la una de las mayores ciudades prehispánicas de América, la zona arqueológica de Teotihuacán.

La ciudad de los dioses goza de una belleza arquitectónica que te deja absorta y, mientras caminaba por la calzada de los muertos sin poder creer lo que mis ojos captaban, pude sentir y empaparme de la energía que irradia ese lugar.

Estaba ansiosa por subir a la Pirámide del Sol (aunque la Pirámide de la Luna tiene su atractivo), pero debo confesar que me sentí intimidada al constatar su altura, así que en primera instancia decidí ascender hasta la mitad. La primera parte del ascenso es el más complicado debido a la pendiente pronunciada pero, luego de sortear ese trayecto, llegar a la cima se torna algo sumamente fácil de lograr. A mitad de camino no me preocupé por mirar hacia abajo sino todo lo contrario, puesto que llegar a la cima se había convertido en mi nueva prioridad. Así fue como proseguí el ascenso y, en tan solo unos poquitos minutos, me encontré en el punto más alto deslumbrada por aquella mágica ciudad.

Aunque el tiempo nos rindió muchísimo, cuando nos quisimos acordar ya estábamos transitando las primeras horas de la tarde y aún debíamos regresar a la ciudad para prepararnos para un nuevo concierto.

De regreso se nos ocurrió pasar por un centro comercial muy lindo y moderno, ubicado en la zona norte de Polanco, porque una de mis amigas debía cumplir con un encargo de su hijo. Pensamos que el trámite no nos consumiría mucho tiempo y que podríamos resolverlo sin complicaciones, pero lo que no tuvimos en cuenta fue al caos vehicular que se produce en la ciudad en horas cruciales. Fue una odisea llegar al centro comercial, pero el verdadero viacrucis fue el camino de regreso a nuestro hotel para alistarnos. La desesperación se adueñó de nosotras cuando nos dimos cuenta que faltaba tan solo hora y media para el inicio del concierto, y nosotras estábamos a bordo de un taxi con destino al hotel, atascadas en plena congestión vehicular. Me sentí atada de pies y manos, con decirles que en un momento atiné a preguntarle al chofer a cuántas calles estábamos, para evaluar la posibilidad de proseguir el trayecto a pie, puesto que en el lapso de 5 minutos sólo avanzábamos unos cuántos metros. Les juro que fue la distancia más larga de mi vida, y me sentí desfallecer ante la posibilidad de que no llegáramos a horario a nuestra gran cita. A pesar de los nervios aprovechamos el tiempo en stand by para planear estratégicamente nuestros movimientos, pues debíamos actuar sincronizadamente  para maximizar el poco tiempo que disponíamos. Al descender del taxi corrimos por los pasillos del hotel cual estampida por amenaza de bomba y, en menos de 45 minutos (algo que normalmente nos lleva casi 2 horas), estábamos a bordo del auto que nos conduciría al Auditorio Nacional. Nada estaba en nuestras manos, el tránsito seguía complicado y dependíamos de la agilidad al volante del conductor, el que se convertiría en nuestro héroe si lograba llegar a la meta en menos de 20 minutos, tiempo dispuesto para el comienzo del concierto. Al llegar a la puerta del Coloso de Reforma recibimos un mensaje informándonos que ‘El Sol’ ya estaba en el Auditorio, así que nuevamente nos lanzamos del taxi a toda velocidad y subimos las escaleras con el último aliento que nos quedaba. Luego de los controles de rigor ingresamos al recinto, y el alma nos volvió al cuerpo cuando pudimos constatar que habíamos llegado a tiempo.

Apenas nos acomodamos en nuestras butacas las luces se apagaron, y al compás del clamor de la audiencia la banda comenzó a tocar. La introducción nos dio pie a recuperar el oxígeno en sangre, y a distendernos un poco después de tanta preocupación.

Cuando Luis Miguel irrumpió en el escenario todo quedó en el olvido y pasó a ser una anécdota más, pues estábamos en el lugar deseado junto a la persona que nos había motivado a viajar 10 mil kilómetros.

Esa noche fue tan especial como cada una de las que he tenido oportunidad de disfrutarlo. Pude saludarlo nuevamente con un fuerte apretón de manos, mis ojos fueron bendecidos con su mirada, y tuve la dicha de presenciar una situación que reveló el cariño mutuo que sienten Luis Miguel y Dieguito. Para aquellos que no saben quién es Diego, les cuento que es un pequeño fan, hijo de Lizbeth, que heredó de su mamá la pasión por la música de ‘El Rey’, y que desde muy chiquito asiste a los conciertos junto a ella. Es de público conocimiento que a Miky le encanta interactuar con los niños en los shows, y con Diego ha forjado un lazo de cariño y una relación de complicidad muy particular a través de los años. Esa noche Dieguito estaba con nosotras –en brazos de su mamá, por supuesto- y fue muy emocionante estar a su lado cuando Luis Miguel se acercó a darle un beso. Conmueve la manera en que actúa cuando lo descubre entre el público, como así también te derrite la forma en que este pequeño fan lo observa, con esa mirada tierna e inocente de niño, y una profunda admiración hacia su artista favorito, a pesar de su corta edad. Les cuento que esta escena se repite cada vez que Diego tiene la oportunidad de asistir a un concierto.

Y como si las emociones vividas ese día hubieran sido pocas, esa noche la cerré cenando con amigos entrañables, brindando por tenernos unos a los otros, y por elegirnos como una verdadera familia.

Aunque sólo me quedaban 3 días en México los aproveché al máximo, convirtiendo cada hora de mi estadía en momentos imborrables para el corazón, así que aún tengo mucho que compartirles. Hasta la próxima semana.

Euge Cabral

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